. . .
Me gustaría poder dejar de cuestionarme
sobre la lealtad de un sentimiento propio,
preferiría tomar la salida del cobarde
y olvidar eternamente lo que deseo pero no debería responder.
Desearía jugar en los parques del olvido,
sentarme a descansar en las bancas de la soledad
y disfrutar de cada idealización
que levantan mis pies al pasar sobre mi mismo.
Luego de esperar pacientemente durante unos segundos,
impulsarme y saltar,
dejar de dudar, aceptar, asentir.
Pero el miedo a perder pareciera ser mayor a mi sed de novedades,
a mi intermitente e inexplicable rasgo de sobriedad.
Todo se resume a libros con cientos de hojas
completamente en blanco pero tan impregnadas de una esencia que creo conocer.
Y eso resulta reconfortante, aterradoramente idílico.
Y de nuevo regreso al viejo patio,
al jardín trasero en donde suelen florecer las margaritas en junio,
durante el invierno improvisado de Septiembre.
Regreso a la silla rota justo en la puerta de mi orgullo,
a esa vieja casa, a la que suelo llamar hogar. Esa misma que todos conocen
como la zona deshabitada.
El mundo continuará girando, tal vez en sentido contrario,
o quizá así ha sido siempre.
Pero me niego a rechazar la idea que me parece completamente acertado
escuchar más allá de los vidrios golpeándose unos con otros,
mientras mi racionalidad juega al borde del acantilado.
...
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